Porqué no me gusta la Navidad...
Cuando digo que no me gusta la navidad obtengo diferentes reacciones... Unos me comprenden, entienden que piense que es una fiesta que maquillamos con espíritus falsos a fin de no recordar aquellas faltas que tienen tanto volumen, tanto peso, que aplastan ilusiones. Otros hablan de niños ocultos, de felicidad, de sueños... No quiero convencer ni a unos ni a otros. No celebro unas fiestas en las que no creo, aunque me gusten los villancicos (no me gritéis si digo que me gustan los americanos y no los nuestros nacionales en los que tan sólo escucho a niños poseídos que gritan que una burra va hacia Belén Rin Rin...), y eso es una contradicción que ni yo mismo entiendo, pero qué le vamos a hacer, creo que nací dentro de una contradicción.
Pero hay una causa que está por encima de ese árbol de navidad y corona con una estrella fugaz (de esas que huyen de bolas y espumillón), mi total rechazo a estas fiestas. Hace muchos años, tantos que cada día el recuerdo es más reciente, en los que mi madre nos dijo adiós. Nos dijo adiós literalmente. Peleó contra el cáncer, peleó con fuerza y un día esas fuerzas se pusieron en su contra y se dejó ir. Supo (creo que todos sabemos cuando nos llega el día), que aquella nochebuena sería la última de su vida. Y se despidió de mi hermano y de mi. Nos abrazó. Nos dijo adiós. Con lágrimas, con susurros... Mi mente hizo una foto, una foto de copas de champán, árbol de navidad, mesa con mantel de campanitas y musgo. Guardé esa imagen y la puse en un marco. Un marco del que sólo sabe la mente, la imaginación. Y la navidad se despidió para mi. Una celebración que se cargaba de inercia y carecía de felicidad. Muchos me preguntan si soy creyente y siempre respondo que sí, que creo en muchas cosas. Pero no creo en religiones ni celebraciones con cimientos enterrados en mentiras. Y no me gusta la navidad. Y no lo paso mal porque no me guste. No me siento triste por no llenar la casa de adornos y belenes en los que no creo. Sigo teniendo un niño dentro, un niño al que arrebataron la infancia y que sonríe cada día. Tengo fantasía para regalar y cada día es especial para mi, cada día, incluso la nochebuena, porque esa noche me sabe a despedida y viene mi madre con mi hermano (que se fue años después) y siento sus manos sobre las mías, unas manos que se volverán a despedir, pero será una despedida alegre, un adiós que no sabe de enfermedades ni penas...
Creo que voy a incluir ahora aquello que escribí sobre mi madre, sobre aquella enfermedad que le enseñó a decir adios... Lo escribí pensando en todos los momentos que la vi llorar en su sillón favorito, lágrimas que achacaba a noticias de televisión, a pestañas que se meten en los ojos, a bostezos de mediodía... Espero que os guste, espero que sintáis lo que vivimos y, sobre todo, que podáis entender, aunque sea sólo un poquito, porque no me gusta la navidad...
MANUAL DE LA BUENA MADRE
"Debe callar. Por ella, por todos. Debe callar. Se ha acostumbrado a las
lágrimas. Lágrimas lentas por su vida, por su presente, por su incierto futuro.
Pero ante todas las cosas tiene que callar. Mira a sus hijos y desea guardar
cada momento, cada rutinario instante es precioso para ella. No tiene que
contaminarlos con preocupaciones innecesarias. No. Sabe que el silencio traerá
el sacrificio de sus ausencias. La normalidad de la vida. Esa que para ella
hace tiempo ha cambiado. Si les comunica sus dudas, se volcarán sobre ella, la
protegerán, le darán aún más amor del que siente, suplirán con creces la desilusión de una vida perdida, a ratos
desperdiciada al lado de un hombre que la única alegría que le proporcionó
fueron esos dos hijos por los que daría la vida. Un hombre que le mató el amor
a base de ausencias y alcohol. Que le sentenció con la soledad, que alimentó su
centro de sufrimiento del que, está segura, nació el dolor que la acompañaría
toda su vida. Sabe que él es el culpable de su inevitable forma de actuar. De
sus obsesiones, de sus necesidades, de sus inagotables miedos que jamás
reconocerá. Pero no desea lástima. El sacrificio es la primera regla de la
buena madre y lo cumplirá hasta el final. Por ellos, por sus hijos.
Y palpa su pecho incesantemente. A escondidas. Creyendo que cada vez,
es un error. Una broma de sus dedos cansados. Que ese bulto desaparecerá por
arte de magia. A veces, lo imagina como un grano de grasa que se esfumará de
repente, devolviéndole las ganas de vivir. Se ve llena de felicidad, riendo con
sus hijos de los malos momentos pasados. Aceptando las reprimendas por su
silencio. “Lo hice por vosotros, hijos míos. Por no haceros sufrir” Pero será
feliz de nuevo. Cumplirá su sueño con
ellos. Ese que lleva arrastrando desde el día de su boda. “No me quiero morir
sin comerme una langosta y visitar Sevilla”. Cómo representa la escena en su
mente, cargada de risas y abrazos. Pero el bulto sigue ahí, agarrado a sus
entrañas. Burlándose de sus sueños y hablándole de operaciones y meses de
incertidumbre.
Y calla. Intenta ignorarlo, aunque sus dedos lo palpan una y otra vez,
suplicándole una discreta desaparición. Llega incluso a acariciarlo, quizás con
cariño, como si fuese el centro de sus desengaños, el nido de sus ilusiones
rotas. A lo mejor, si le da amor, se ablandará con ternura y volverá al mundo
del dolor reprimido. A lo mejor…
Y pasa horas acurrucada en su sofá favorito, viendo la tele, con sus
hijos cerca. Deja escapar suspiros y los camufla con tímidos ataques de tos.
Mira a sus chicos y el mundo se le hunde. Su mayor tesoro. Ese que no quiere
dejar escapar, aunque sepa que tienen edad para volar solos, emprender una vida
independiente a la cual tienen todo el derecho. Pero se siente egoísta. En ese
imaginario manual de la buena madre, el egoísmo debe de ser otra importante
regla. Ella los ha parido y son suyos. No hay vuelta de hoja. Porque le
aterroriza la soledad. Cuando se marchan de paseo, cuando le cuentan alguna que
otra aventura amorosa… Todo sabe a soledad y el bulto toma vida, pellizcando su
piel, exigiendo caricias que, finalmente, traerán nuevas lágrimas.
Y no entiende la razón por la que no va al médico. Será el final de sus
dudas. Seguramente el paso del tiempo empeorará cualquier mal y será
irremediable. Pero lleva cinco años de silencio. Cinco largos años inventando
excusas para los suspiros, las repentinas lágrimas… Es su condena y debe
cumplirla. Hubo un tiempo en el que se volcó en la oración. Cada noche le
suplicaba a Dios una cura. Prometía penitencias que cumpliría a rajatabla.
Noche tras noche. Pero algo muy malo debía haber hecho en esa vida para ser
castigada de esa forma. Algún sacerdote le habló de pruebas del señor y fue
suficiente. Dejó de rezar. Dejó de prometer. Dejó de creer. Porque ni siquiera
ella entiende su forma de actuar. Representa una vida normal. Habla con sus
amigas, miente a sus hermanos, finge con sus padres. Sigue siendo la mujer de
hierro que ha sacado adelante a dos hijos y con la que nada ni nadie podrá.
Y sigue callando. Ni siquiera se permite imaginar el dolor de sus niños
cuando ella no esté. Se niega a reconocer el sentimiento de culpabilidad que
les acompañará toda la vida. Muy dentro, cree incluso reconocer un deseo de
castigo póstumo, por razones que no desea descubrir. Son puertas que ya no
deben ser abiertas. Tan solo cultivar esa condena auto impuesta.
Sabe que llegará el momento en el que el silencio se romperá. Probablemente,
confiará en alguien en un instante de debilidad y, convencida por frases que
prometen un “seguro que es un bultito de grasa”, acudirá a un médico que le
dará el fatídico veredicto. Esa palabra que se niega a pronunciar. Esa que
luego utilizará casi con orgullo, llena de fuerza, empeñada en ser una
superviviente más. Puede que, incluso encuentre una razón para luchar junto a
otros. Que no pierda su pelo y que todo no sea tan malo como imagina. Pasará el
temido plazo de los cinco años y puede que vaya a Sevilla y coma una langosta.
Pero igualmente, puede que la vida se le eche encima. Que el amor de sus hijos
no sea suficiente y, aunque se vea arropada a cada instante y pelee por vivir,
puede que el monstruo se agarre de nuevo a sus huesos, a sus músculos, a sus
vísceras y ya no pueda más.
Entonces se dejará llevar. Se ve sumida en una dulce inconsciencia, una
tranquilidad vacía de bultos y dolor. Una paz que le permite abrir los ojos una
sola vez y ver a sus hijos, junto a la cama, agarrando su mano, dejándole ir. Y
se despedirá de ellos, con una suave sonrisa. Dirá adiós con los ojos, en un
segundo en el que agradecerá cada rato que han vivido con ella, cada alegría,
cada caricia, cada abrazo… Transmitirá un amor más allá de la pasión de madre.
Les dirá que ya pueden vivir, que para ella ha llegado el momento. Que en el
manual de la buena madre no explican como dejar que los hijos vuelen solos,
como aceptar la soledad que dejan las risas vacías, los juguetes que no
volverán a ser sacados de las estanterías, la música insoportable a todo
volumen, las noches de luces encendidas y exámenes. Todo eso dirán sus ojos en
un segundo. Y se dejará ir. Porque sabe que continuará protegiéndoles desde
algún sitio que aún desconoce y que no sabe de cielos ni infiernos.
Y desde su sofá favorito, piensa todo esto, acariciando el bulto que ya
es parte de ella. Deseando que desaparezca. Deseando que se quede. Vuelve a
llorar e inventa nuevas excusas que tienen que ver con las noticias de la tele.
Y calla, porque sabe que… pase lo que
pase, debe callar…"
Espero que hayáis sentido todo lo que yo llegue a sentir...
Feliz ahora a todos y prospero futuro...
Te he leído y me he quedado callada, pensando ¡Cuanto has debido sufrir!. Y de pronto, me ha venido una pregunta a la mente. Una pregunta quizás para mi sola, a la que solo yo pueda responder:
ResponderEliminar¿como se sufre mas, teniendo una madre que te adora y se va, o teniendo una que se queda y no te quiere?
La que se va, deja el vacío de su ausencia, pero también el bálsamo de su recuerdo, de las vivencias compartidas mientras estaba. La otra, es un contínuo vacío aunque esté......
Te he leído y te he sentido. Son tus sentimientos, tus recuerdos, tus sensaciones, tu deseo de compartirlos con nosotros tus lectores, tus (en algunos casos) quiero pensar que amigos…
Pero si alguna vez quieres escuchar historias peculiares para tejer algún guión fantástico, dímelo y te cuento historias de otras madres.... Hoy me quedo con el grato recuerdo de la tuya.
Un beso de esta seguidora fiel
Me ha encantado, yo también per´di a mi madre por el cancer, y tampoco me gusta la navidad, en verdad, nunca me ha gustado... jeje. No le veo mucho sentido de tando consumismo innecesario.
ResponderEliminarTambién, te leí, tuve un amigo que paso por lo mismo recientemente y leer tu historia es recordarlo, cada palabra, cada, sufrmiento , cada dolor, cada silencio, es difícil desprenderse de los seres amados, pero somos mortales y tarde o temprano debemos partir, es inevitable, si vives sufrirás la muerte. Tampoco me gusta la navidad porque no es sea muy feliz durante esta epoca
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