PALABRA DE DIOS
Hace un tiempo me publicaron una historia que fue seleccionada para esa recopilación de textos que plasmaban momentos de nuestra vida. Se editó un libro en el que mi historia cerraba ese camino de sueños. Yo creo que, ya que nos conocemos desde tanto tiempo, os puedo regalar dicho texto para que vayáis un poquito más allá... a los años en los que sólo buscaba respuestas... No quiero hablar más porque lo va a hacer el niño que aún vive en un apartado muy especial de mi corazón:
PALABRA DE DIOS
Me cuesta recordar con exactitud el momento que empezó, pero tengo
claro que fue durante mi infancia. Por aquel entonces, mis padres alternaban
una vida matrimonial dirigida por la sociedad, con intensas escenas de rabia y
odio, inútilmente protegidas por la fina puerta de su habitación. En una de sus
habituales peleas, comencé a oír en boca de mi padre la frase que me iba a
marcar para siempre: “Te doy mi palabra…”, la cual iba acompañada de promesas
cada vez más jugosas. Que si “… no voy a hacerlo más”, “… es la última vez que
bebo”, “… los niños no se enterarán nunca”… Y así, entre lágrimas y frases
enmudecidas por supuestos abrazos, la mágica frase clausuraba la situación
completamente e instauraba una resacosa paz que poco duraba. Porque, al final,
siempre volvía a hacerlo, nunca había una última vez para su bebida y, los
niños, nos enterábamos siempre.
Una mañana de domingo, tras la misa de las doce, en las que se me
regalaban cinco pesetas para comprar maíz con la que alimentaría las palomas de
la plaza, me aventuré a preguntarle a mi madre sobre una idea que me venía
rondando. Todo había comenzado con la cantinela que oía en misa sobre la Palabra
de Dios y que repentinamente, teñía a mi padre de algo sagrado y celestial.
Bien es verdad que me aterrorizaba que mis elucubraciones fueran ciertas, pero
necesitaba respuestas, así que, como quién no quiere la cosa, miré a mi madre
allá en las alturas y le lancé la pregunta a bocajarro:
-
Mamá, ¿papá es Dios?
Por aquel entonces, mi madre no era muy dada a tonterías y, como única
respuesta, me miró, creo, tras sus enormes gafas de sol y me dio otras cinco
pesetas con las que comprar más maíz, con lo que mi mente, la cual con siete
años catalogaba la alimentación de las palomas como más importante que la
identidad de mi padre, borró la preocupación por unas horas.
Pero la palabra de Dios volvió esa misma noche con más fuerza.
De madrugada nos despertó a mi hermano y
a mí un ruido seco acompañado de imaginativos reproches y alguna que otra palabrota
que borré inmediatamente de mi vocabulario, ya que si mi padre era Dios, lo
tenía peor a la hora de cometer pecados. Con mucho sigilo abrí la puerta de mi
habitación y vislumbré a mi padre con un sentido del equilibrio bastante
precario y un olor a vino que me hizo nuevamente pensar que como Dios que era,
tenía todo el derecho del mundo (suyo, por cierto), a saciarse con el rojo
líquido de las iglesias. Pero fui más allá, justificando sus borracheras con la
pérdida de su hijo Jesús en la cruz, lo
cual, sorprendentemente, me convertía en hermano legítimo de Cristo y terminaba
por trastornar mi infancia. Eran demasiadas noticias para asimilar y mi hermano
de verdad, durmiendo (lo recuerdo siempre así), ignorando nuestro, cada día,
más sagrado árbol genealógico.
Pero, por más que mi padre usaba su palabra, eso no servía para
traer felicidad y paz a nuestro hogar. Y como nadie me daba respuestas, decidí
que en algún lugar repartirían esa palabra que tan fácilmente oía usar y
que de nada servía.
Por aquel entonces mi madre empezó a hablar de separación y de irse con
nosotros a otra ciudad lejos de mi padre. Aquello me hizo dar con la solución.
Estaba seguro de que debía existir una tienda de “palabras”. Sería como las
librerías antiguas del centro que tanto me gustaban. Allí venderían todo tipo
de palabras: “de honor”, “del niño Jesús”, “de boy-scout”… Porque mi
imaginación había ido aún más lejos y creaba un mundo en el que faltar a tu
palabra te condenaba al peor de los males, a una vida triste, llena de gritos,
lágrimas, con hermanos siempre durmiendo y olor a sangre de Cristo (aunque tu
padre fuese Dios). Era una sociedad en la que ya no existía el dinero y solo
con tu palabra podías comprar casas, ir al cine, viajar, tener coche,
hacer grandes viajes, (mi mente infantil no entendía de cabos sueltos,
por lo que mi recién estrenado mundo era perfecto). Pero faltar a tu palabra
significaba entrar en una lista negra, la cual te condenaba a la pobreza y
desprestigio a ti y a tus familiares más cercanos. Por lo tanto, debía
encontrar al señor (porqué no me preguntéis la razón, pero tenía que ser un
señor), que dirigía la tienda. Le explicaría que mi padre era Dios y que por lo
tanto no incumplía su palabra porque era suya (aquella lógica, entonces, me
parecía aplastante). Me guardaba, igualmente, la carta de los lazos que me
unían al niño Jesús.
Y fue el día que cumplí ocho años, cuando me escapé durante tres horas.
Sabía que mi padre era “el que todo lo ve”, por lo que supuse que si no me
descubría era porque aprobaba mis acciones.
Era una tarde calurosa, de esas de agosto que derretían los tacones de
las señoras y freían huevos en el suelo o, al menos, eso me contaba a menudo mi
compañero de pupitre. Iba equipado con una brújula, el rosario de plata de la
Primera Comunión de mi hermano y mi venerado “Manual de los Jóvenes Castores”. Aún hoy,
sonrío al recordarme tan decidido a salvar el mundo con esos tres objetos. Pues
la brújula me daría la dirección adecuada, el rosario me haría merecedor de mi
título de Hermano de Jesucristo (vaya usted a saber porqué…), y el
manual me sacaría de los peores aprietos imaginables.
Pero ninguno de los tres me sirvió, ya que deambulé por calles y más
calles, con la camiseta pegada a la piel por el sudor y unas locas ganas de comerme un polo de limón.
Perdí el norte, porque mi brújula me desorientó y anduve por las retorcidas
calles del casco histórico que culebreaban juguetonas cual laberinto de mis
peores pesadillas. Como no tenía otra solución, comencé a llorar y una señora
muy vieja (la recuerdo arrugada y con una enorme verruga bajo la nariz), me
preguntó si me había perdido. Sabiéndome protegido por estar emparentado con el
reino de los cielos, le dije que iba buscando la tienda donde vendían la
palabra de Dios. Aún puedo verla estallando en una desagradable carcajada,
acompañada de lágrimas de risa y algún que otro eructo, que le llenaron la
verruga de mocos, mientras se limpiaba con un delantal sucio que olía a lejía.
Me quedé pasmado mirando, temiendo que se iba a morir, ahí delante de mi, sin
explicarme porqué era tan graciosa mi búsqueda. Pero ella (que aclararé, no
murió), entre hipos y risas, me preguntó si buscaba la iglesia y que “… esos
malditos curas te la venderían por dos perras…”. Aquello fue demasiado. Decidí
que era una bruja mala y que a mi me gustaban mucho los perritos. No sería
capaz de usarlos para comprar nada. Así que ya estaba bien de aventuras por un
día. Tenía que volver a casa. Pero, ¿cómo?
Tengo muchas lagunas sobre lo que sucedió después, pero algo tuvo que
ver una prostituta (supe de su empleo años después, gracias a la nutrida
historia que mi madre contaba a sus amigas en sus reuniones de cafés y
pastelitos), que me vio deambulando y,
que utilizando sus encantos de hada buena, descubrió mi número de teléfono y
llamó a mis padres.
Eso sí, recuerdo a mi madre llorando y a mi padre abrazándola. Creo que
es la única imagen que tengo de ellos unidos por un mismo dolor, una misma
causa. Ese día no hubo peleas, ni tropiezos con sillas, ni promesas de mentira.
Tan solo viene a mi mente el silencio y unas caras de arrepentimiento que
hicieron plantearme si habría encontrado verdaderamente la tienda de las
palabras. Si el hada buena que me rescató sería la dueña y había borrado de mi
mente la situación para protegerse, no sin antes quitarnos de la terrorífica
lista negra.
Nunca más volví a escaparme, aunque en cada paseo de ese verano, busqué
con ansia algún indicio que corroborase mi idea de la sociedad de mi
imaginación.
Un buen día mi padre se fue y con él, la tristeza. Mamá nos explicó que
había ido a un largo viaje del que no podría volver, pero que nos quería mucho.
No volví a verle. Por más que lo intenté, su imagen se fue borrando de mi
memoria. No fue malo, ni tampoco bueno. Sencillamente no estaba, aunque mi
imaginación infantil diese excusas de trabajos celestiales. Mi hermano (que
afortunadamente ya no dormía tanto) y yo, nos dedicamos a indagar su paradero,
pero perdimos la pista en algún lugar del amazonas que quedaba como muy de
aventurero y un poco de risa.
Y los años me hicieron negar la existencia de Dios. Yo, por mi parte,
sé que la sangre de Cristo terminó haciéndole mucho daño y que volvió a sus
alturas, de las cuales, no debería haber salido.
¡Lo que puede dar de sí la imaginación de un niño!
ResponderEliminarEnhorabuena por hacer tan tierna una historia tan triste.
P.d.: Yo también adoraba el Manual de los Jóvenes Castores.
Holaaaaaaaa, ha sido un gusto enorme pasarme de nuevo por aquí y encontrarme con este hermoso relato de tu niñez... la verdad, disculpa mi sentimentalismo... pero estoy muy conmovida y triste.
ResponderEliminarSoy madre y no imaginas lo difícil que es explicarles a los niños tantas cosas terribles que pasan y peor cunado sucede dentro de la familia.
Hoy que escribes desde el fondo de tu corazón de niño, aquél que todos llevamos dentro, he sentido com si mi pequeño que tiene 10 añitos, me estuviera hablando y termino llorando.
Gracias por compartir la inocencia de tu niñez y por conservarla siempre.
Besos y cariños desde Perú.