CADA VEZ QUE QUIERO ABRIR LOS OJOS... LOS CIERRO...



Si... así de claro. Cerrando los ojos es como mejor lo veo todo.  Cuando era pequeño, pero muy pequeño, los cerraba muy fuerte e imaginaba musicales. Esto os lo he contado ya, pero si quiere aparecer hoy de nuevo, no seré yo quién le ponga trabas a los recuerdos. Apretaba los párpados muy fuerte y las luces que veía a mi alrededor me hacían daño. Por aquel entonces no existían ni los MP3, ni los Ipad, Ipod, Iphone... nada que tapase mis oídos con música digital, música agrupada en carpetas, música mágica. Así que tenía que imaginar la música. Es verdad que mis únicas referencias musicales eran Mary Poppins, La Bruja Novata o Marisol. Así que cerraba los ojos y apretaba los oídos. Cambiaba las discusiones de mis padres en bellísimos números de película de Hollywood y la tristeza eterna de mi hermano la convertía en un carrusel de canciones inolvidables. Y es así como empecé a verlo todo mejor con los ojos cerrados. 

Y es que algo me ocurre... algo ocurre con mi vida que a veces me asusta. El sábado pasado quedamos con dos amigas mías, dos retazos de mi alma que habían quedado suspendidas en el tiempo esperando volver a mi. Nos vimos de nuevo y nos abrazamos con los recuerdos. Es en esos momentos cuando te das cuentas de cuánto las quieres, de cuánto las has echado de menos. Fueron dos puntos claves en mi vida y ellas aún no lo saben. Se van a enterar hoy... al igual que vosotros y vosotras y... seguramente, al igual que yo... Así que esto va por vosotras, Carmen  e Isa...

Empezaré diciendo que puede que os parezca extraño, raro, absurdo, lo que voy a contar.. pero nuestra vida se carga de esos momentos y para nosotros es son lo  peor o lo mejor que nos puede pasar. Y yo acababa de llegar de Lanzarote. Había dejado una isla que me dio todo y a la que di casi todo. Había vuelto a una ciudad que se me antojaba lejana y vacía. Afortunadamente tenía esa gente que no era familia de sangre pero que era más familia que nadie. Recuerdo cuando dejé la isla y aparecí en una ciudad cargada de ruido, de prisas, de carencia de miradas y sonrisas. Eso lo sentí. Vine del paraíso que formaba mi casa apartada en una montaña, esa que me regalaba todos los días las vistas de una ladera llena de brillos dorados que terminaba en un mar en bonanza y  a lo lejos Fuerteventura, la isla de las dunas, la isla de los silencios. Dejé el sonido del viento y lo cambié por el tronar de los coches. Lo pasé mal. Lo pasé mal a solas. El primer día mi cabeza me dijo que qué hacía con mi vida. Que porqué había dejado aquello que tanto me daba. Y yo le respondía que tenía que ser así. Que tenía 29 años y algo me decía que me quedaba mucho por descubrir. Pero me arrepentí mil veces. Me deprimí. Siempre he tenido un medidor de la felicidad muy inestable. Momentos de felicidad absoluta que pasaban a ser sacos de las profunda tristeza. Nunca supe cuál de ellas eran reales, pero algo estaba claro: ninguna de ellas podía vivir la una sin la otra. Así que acampé en la ciudad. Mi familia de Valencia me buscó un piso al lado del río y eso me dio vida. Podía salir y pasear por los eternos campos de bosques, fuentes maravillosas, rincones que invitaban a la desconexión. Pero no era feliz. Así, sin paños calientes. No era feliz. Volvía esa sensación de haberme equivocado. De ir buscando mi vida sin tener siquiera un retrato robot de cómo debía de ser. Me lancé a la vida peninsular sin trabajo. Pasé hambre. Si. Pasé mucha hambre. Había meses que, tras el alquiler y las diferentes condenas que te impone la vida cómoda, me quedaba con 10 pesetas. Y esto os lo digo de verdad. Una vez miré esas 10 pesetas y me pregunté qué iba a ser de mi vida. Hubo semanas que me alimentaba de arroz y mayonesa. Adelgacé mucho. Muchísimo. La gente se creía que estaba enfermo y yo, para no llevarles la contraria, empecé a creérmelo también. Pero ya me conocéis un poco y es que, dentro de toda aquella desgracia, siempre intentaba sacarle lo positivo a la vida y lo conseguía. Sabía que tenía que aprender algo de todo aquello. Algo que aún se me escapaba. El futuro me iba a traer muchas más desgracias y alegrías que forjarían mi alma. Pero eso aún estaba por llegar. Aún no sabía lo que eran las terapias alternativas, ni el reiki, ni la kinesiología.  Tan sólo sabía que no había hecho nada para merecer todo aquello o quizás tenía todas las cartas para merecerlo. Os diré que mi madre se había ido allá donde van aquellos que han sufrido mucho y dejan que su alma cumpla sueños que quedaron perdidos. No sé si lo podemos llamar paraísos o pozos de luz... No sé lo que es.. pero sé que ella está cargada de sonrisas y sueños y me los regala cada mañana. Bueno, sigo... Os preguntaréis porqué no pedí ayuda a mis conocidos, a esa familia adoptada a la que mentía con alegrías y un "a ver si hacemos un hueco y nos vemos pronto". Orgullo. Ese absurdo orgullo que te obliga a buscarte la vida. A asumir tus errores y pelear por salir adelante. A valorar lo que es vivir. Y, reconozco, que cuando todo pasó (todo pasa, hacedme caso), me echaron mil broncas, de diferentes colores, pero yo, de alguna manera, había salido reforzado de aquello. 

Pero empecé hablando de Isa y Carmen. Encontré trabajo. Siempre he tenido suerte con los trabajos. Ellas estaban allí y como almas que ya se conocen de supuestas vidas anteriores, nos reconocimos y compartimos corazones. Me daban ilusión. La ilusión de seguir adelante cada día. Y ellas no lo sabían. Yo me creí muy enfermo. Algo me pasaba. Recordaba la muerte de mi madre. Enfermedades que la iglesia definía como castigos por el mero hecho de amar sin medida, por amar sin distinciones, por amar y punto. Cada día que iba a la oficina, ellas me regalaban esperanza, sin siquiera saberlo. Creían en mi y yo creía en ellas. Cuando volvía a casa, me arropaba la noche y, por fin, habían aparecido los CD portátiles. Trastos enormes que no cabían en el bolsillo, pero que me daban esa música que podía escuchar con los ojos cerrados de par en par. Hace poco os hable de Olivia. Esa Olivia que también me dio la vida. Esa cantante que es mucho más que eso, que es una luchadora, una donante de vida, de esperanza. Que la he seguido desde la infancia... desde antes creo de nacer...  Tengo todos sus discos (no es sólo una chica que hizo de Sandy en Grease, es mucho más y os animo a conocer su mundo), pero uno de ellos, en particular, era lo único que escuchaba por aquel entonces. Ella tuvo cáncer y aprendió del él. Encontró lo que la enfermedad le quería decir y la siguió.  Hizo un disco llamado "Gaia" en el que cada canción hablaba del camino para la curación y yo era lo único que escuchaba. Porque creía que mi vida se acababa. Que algo se desarrollaba en mi interior y que me arropaba con cariño. Escuché las canciones hasta la saciedad. Tuve muchos deseos de acabar. Tuve muchos momentos en los que imaginaba cómo iba a terminar con todo. Ya nada merecía la pena. Y nadie sabía esto. Pero cada vez que pensaba en terminar, escuchaba a Olivia y la letra de sus canciones me traía la vida. Me explicaba que no, que no era el momento... que tenía que vivir para siempre hasta el día en que me fuese... Y entre Olivia, Isa y Carmen la vida se me pasaba de puntillas. Pero no quiero que penséis que era infeliz. Estaba triste, eso sí... pero nada dura para siempre y un buen día renací. Un buen día, que ya no recuerdo,  mi alma se limpió y volví. Nunca fui al médico. Me daba terror el que alguien me dijese que mis temores eran ciertos. Así de tontos somos. Preferimos vivir eternamente preocupados, que dejar de preocuparnos o saber contra lo que nos enfrentamos. Pero me curé de algo que creo fue real. Me curé de mi mente. Y ellas estuvieron a mi lado y nunca se lo agradeceré lo suficiente. 

Y el sábado las vi de nuevo y nos abrazamos. Con esa sensación de que no ha pasado el tiempo y que todo el tiempo que ha pasado ha sido necesario para reconocernos de nuevo. Pero también me di cuenta de que me contaban cosas que he olvidado. Si. Completamente. Me he dado cuenta de que quizás en mi  vida he empezado de cero tantas veces que han sido como muertes, reencarnaciones en otras vidas que son la misma. Un vida que se compone de varias y el precio, dejar atrás recuerdos que me eran preciados y que debo recuperar. Y la vida me está trayendo de nuevo a todos aquellos que me dieron fuerzas para seguir. Ellos y ellas vienen repletos de recuerdos y me los regalan entre lazos de raso y sonrisas de amor.

Por eso os diré que nunca temáis pasarlo mal, porque quizás allí está la base de la felicidad. Quizás aquellos momentos son las flechas que nos harán empezar de nuevo... morir en vida para reencarnarnos en una nueva. Esa, para mi, es la perfección. Saber que cambias de vida y no olvidas a las personas... tan sólo dejas apartados recuerdos que ellos y ellas te traerán de vuelta.. porque siempre vuelven... cuando hay amor verdadero... siempre se vuelve.

Así que gracias Carmen, gracias Isa, gracias Olivia... gracias por obligarme a seguir aquí, gracias a todos los que de alguna manera me dais esa fuerza. Gracias por leerme y animarme a continuar... Nos quedan muchas vidas, muchos comenzar de cero... muchos recuerdos para regalar... Tan sólo reconoced el momento y no olvidéis esas almas que están enlazadas y algún día volverán...

Feliz Vida...


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