Temporada 1 - Episodio 9 "Veranos Verdes... Veranos Azules"


"¡Chanquete ha muerto! ¡Chanquete ha muerto!" Y nosotros, venga a llorar. A moco tendido. Con hipos. Con las voces entrecortadas. Mirándonos unos a otros, anhelando un abrazo y no entendiendo a qué leches viene semejante sofocón. Nos lo habían avisado. Era una muerte casi anunciada. Chanquete se nos iba y con él una parte de nuestras vidas. Y venga a llorar. Que quede muy claro. Lágrimas se derramaron muchas, en muchos hogares, a la misma hora, unidos por algo común y nada tenía que ver con la fiebre de La Roja, ni goles, ni copas, ni nada... ¡Chanquete ha muerto! Mi recuerdo, para variar, se va al cuarto de estar de mi abuela, al reloj que todos conocemos, al frigorífico y sus temblores y a mi abuelo que, imagino, derramó alguna lagrimilla a escondidas mientras nos miraba a todos deshechos en una desgracia compartida. 

Porque "Verano Azul" fue todo un fenómeno social. Nos hizo reír y llorar. A partes iguales. Reímos con Tito y Piraña. Lloramos con Julia. Nos enamoramos en las playas. Vivimos primeras reglas quinceañeras y peleas adolescentes. Cantamos que ni de coña nos iban a mover del barco de Chanquete y en el último episodio, el duo dinámico nos cantó un "final del verano" que remató nuestras reservas lacrimales. Y fueron momentos que me saben a pubertad y paella. A sal y noches estrelladas. A castillos de arena y sangría. Porque todos tuvimos algún verano azul, o muchos de ellos. En aquella época nuestras vacaciones se resumían en coches cargados hasta los topes y varias horas de camino hacia el mar Mediterráneo: Salou, Cambrils, Malgrat de Mar... Un mes de reencuentros, de liberad horaria, de cubos de playa y cangrejos de mar. De resbalones en las rocas y alguna que otra herida de guerra. De primeros amores y primeras ausencias. Todos formamos nuestro grupo que, durante treinta días, se convertía en nuestro mundo, en los "mejores amigos de nuestra vida", colegas, íntimos, únicos. Esos que el resto del año tan sólo eran una carta repleta de frases de rutina y colegios, pero que tanta ilusión hacía. Esos que el tiempo ha borrado y son recuerdos de series pasadas. Pero esos veranos me dieron momentos que no han conseguido vacaciones europeas, o grandes fiestas carnavaleras de noches de vino y rosas. No. Eran distintas. Era un descubrir la libertad. El escapar del amparo familiar y dedicarte a profundizar en tu imaginación más pura. Compartir ideas que los adultos consideraban tontas e incluso peligrosas, pero que a nosotros se nos antojaban necesarias. Cómo descartar la posibilidad de perderte en una cueva oscura y húmeda, con la única finalidad de encontrar un tesoro oculto o, en su defecto, la entrada al maravilloso Centro de la Tierra...

Y luego estaban esos veranos verdes en la montaña con mis primos. Esos en los que las noches nos regalaban mil estrellas y luciérnagas. Incursiones en los bosques dominados por los grillos y sombras de osos y dragones. Me encantaba la sensación de acercarme en el coche a la montaña donde estaba nuestra casa de verano y dejar la gran ciudad atrás. Yo solía pasar una o dos semanas con mi familia y ese tiempo justificaba todo el año de estudios y preocupaciones. Allí jugábamos a las cartas. Allí corríamos por los campos, por los pinares, por las piedras. Buscábamos renacuajos (que obsesión, de verdad) y huíamos de los chicos mayores que juraban que al final seríamos bautizados en la fuente de la plaza (jamás ocurrió, afortunadamente). Aquel lugar no sabía de mares, ni sombrillas, ni chiringuitos. Pero me regalaba manantiales, moras y prados de manzanilla, olores a lavanda, tomillo y algún que otro búho que acompañaba las ventanas abiertas a la noche.  Porque la  playa no huele así, la playa huele a sal y pescado. A calamares y cerveza con gaseosa. No suena así. Suena a rumor, a espuma, a grillos, a ranas perdidas. A bares y verbenas. A fuegos artificiales y barcos veleros...

Son dos veranos completamente distintos. Uno Azul. Otro Verde. Es verdad que no debería elegir. Cada uno  a su manera era especial. Único. Pero mi corazón, he de reconocer, está teñido de un verde profundo y limpio. Ese del que se alimenta la esperanza. Porque los Veranos Azules, me trajeron fantasías y amigos que se fundieron en el olvido. Pero aquellos Veranos Verdes, me trajeron a mi familia. Aquella que hoy en día sigue a mi lado y me trae recuerdos y olores, sensaciones y miradas. Y eso... para mí... no tiene precio...

Comentarios

  1. Me quedo con los veranos verdes. A mi me dieron más libertad, y he de reconocer que en el monte me asilvestraba, y me liberaba de las tensiones y obligaciones que tenía en la ciudad. Pasaba tres meses lejos del asfalto, y prácticamente sin horarios.Aquello era una maravilla. Esa libertad y ese disfrute de la naturaleza me hacía sentir más vivo. Hoy en día cuando vuelvo a estar en contacto con la naturaleza, ya sea en la montaña o en la playa, me siento libre y despreocupado por unos instantes y me vienen recuerdos imborrables de mi infancia, y los vuelvo a saborear, y me hacen sentir bien.
    P.D: ¡Yo también lloré la muerte de Chanquete!, jejejejejejeje.

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  2. Mis tres hitos lacrimales ocasionados por la pantalla: la muerte de la madre de Bambi (bueno, el asesinato), la ceguera de la pobre Mary y la muerte de Chanquete.

    Y lo de Chanquete era de traca, porque era cíclico. Cada reposición era como si se muriera la primera vez.

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